¡No a las leyes falocráticas y racistas!

¡No a las leyes falocráticas y racistas!

En la fotografía aparece Nigella Lawson una mujer británica no musulmana.

Periódico Diagonal 28/04/11. Natalia Andújar

Desde que, hace unas semanas, se hiciera efectiva la ley que prohíbe taparse el rostro en un espacio público en Francia, me han llovido las consultas de los periodistas. Me hubiera gustado que el interés suscitado fuera el mismo cuando se trata de otros temas que afectan realmente a las mujeres: la discriminación laboral, el racismo, los obstáculos para una participación política activa, el aumento de la pobreza, etc. Pero parece ser que las ansias de liberar a las pobres musulmanas se basan en criterios sumamente selectivos.

He participado en encendidos debates en las redes sociales con otras feministas sobre el mal llamado burka. Escribo este artículo ante la postura de muchas feministas no musulmanas que se han alineado con las tesis de la ultraderecha, haciendo oídos sordos a la manipulación a la que están siendo sometidas y a cómo están validando de esa manera los discursos fascistas en lugar de luchar contra ellos.

Llevo 10 años trabajando en Francia como profesora de secundaria. Soy musulmana y feminista, y por eso no puedo aplaudir la aplicación de unas medidas injustas y sexistas. En 2004 se aprobó la ley que prohíbe los signos ostensibles en la escuela en nombre de la laicidad à la française. La Comisión Stasi, encargada de decidir sobre la viabilidad de elaborar una propuesta de ley, decidió proteger supuestamente a las chicas a las que los malos malísimos hombres musulmanes les obligaban a ponerse el hiyab.

Se suponía que así encontrarían un espacio de libertad en el que podrían mostrar su cabello al viento y, aunque fuera durante unas horas al día, se sentirían por fin liberadas. Eso sí, todo ello sin preguntárselo a las primeras interesadas: a ellas ni siquiera se les concedió el derecho a expresarse. Algunas intentaron expresar su malestar, denunciar la manipulación que sufrían, pero no encontraron ninguna tribuna que quisiera escucharlas.Se les cerraron todas las puertas: las de la escuela y las de su país.

La ley se adoptó, se expulsó a algunas chicas que sacrificaron los años de estudio más importantes de sus vidas. El uso del hiyab aumentó fuera de las aulas. Mis antiguas alumnas, que nunca se habían preocupado por su musulmanidad, ahora se ponían un pañuelo en la cabeza a la salida del instituto para gritar: “¡No en nuestro nombre!”

En 2009 la cruzada desveladora siguió adelante. Esta vez no se iba a permitir que las mujeres llevaran la cara cubierta en espacios públicos. Los argumentos que se utilizaron fueron principalmente que el burka –sí, esa vestimenta afgana que nadie ha visto en Europa– era un símbolo de opresión. Varias musulmanas laicas apoyaron esta tesis.

El debate produjo el efecto contrario al deseado: algunas mujeres musulmanas decidieron ponerse el niqab. Esa preocupación –y obsesión– por liberar a las pobres musulmanas atrapadas en una cárcel de tela –la misma que se utilizó en las guerras neocon– contrasta con la opinión pública que siente rechazo y animadversión hacia esas mujeres: “la libertad tiene ciertos límites, “que se vuelvan a su país”, “son quintacolumnistas del fundamentalismo”.

Por desgracia, hay muy pocas muestras de solidaridad, de empatía o de defensa de las mujeres con niqab, ni siquiera en un sentido paternalista, ni siquiera en ambientes feministas. ¿Cómo se explica que algunas personas sientan odio en lugar de defender a las supuestas víctimas? ¿Cómo es posible que ante lo que se supone que es una injusticia se las trate de manera injusta?

La respuesta la podemos encontrar en la construcción de la otredad. Si conseguimos deshumanizar al otro, barbarizarlo, no podremos sentir empatía alguna ya que no son como nosotros, son otros, son subhumanos. El propio concepto de otredad supone un problema porque quien tiene el poder para crear categorías que clasifican a las personas, se sitúa en una posición de superioridad.

 

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